De Juliana Faesler a partir de Esquilo, Sofocles 2006

Orestes es el fugitivo, el hermano, el hijo varón, el vengador, el asesino, el melancólico, el que duda, el perseguido por la culpa, el acosado por el fantasma de su madre. Es también el elegido, el perdonado.

Orestes, afiebrado, tembloroso y atormentado por el murmullo de la conciencia, escucha: ¿cuáles son las voces reconocibles? ¿el aullido del tiempo, la locura, nuestro mundo? Agamenón, Clitemnestra, Helena, Electra, Ifigenia y Orestes desde la profundidad del tiempo se apersonan para retomar su existencia, - por instantes, por espasmos repetidos-, para volverse a enfrentar con sus motivos, que son los nuestros, para volver a cargar sus culpas, que son las nuestras, para volver a ser los asesinos, ser nosotros, los colaboradores, nosotros las victimas nosotros, para vociferar el móvil, el dolor, la resistencia. Atrapados entre las patas del caballo de Troya, ellos dan principio a la batalla de conciencias. Le sigue el suave vaivén de las olas en Áuride, el silencio que provoca la ausencia de viento, la espera, los años de lucha, las cenizas de los héroes, el triunfo, los tributos, el heroico retorno, el hacha, la red, el mandato de Apolo desde la esfera cósmica, el destino que ancla de nuevo en la arena blanca de Táuride, el encuentro.

¿Qué oyes Orestes? es un atraer lo sagrado, lo antiguo, el mito, lo lejano para hablar de nuestra historia: cae Troya y desaparece un mundo, cae Tenochtitlán, cae Bagdad, la apoteosis de los civilizados. Agamenón y Clitemnestra atrapados en la eternidad de una “guerra fría” se destruyen. Es un choque de Titanes. ¿Y los hijos?

Los hijos, los sin credo, los abandonados, los sacrificados, los X y triple XXX, los post, los Inn, los WASP, los sin rumbo, los muy cools, los Drop-outs, los del Gym, los de Oceánica y LSD, la coca y el spleen. Los carne de cañón, los Wall Street, los Holísticos, los yoga adictos, los seguidores del Gurú, el opio y el dinero. Los de Marte, los televidentes, los Nintendo, Play station, manga y cómic. Los de acá y los migrantes, los habitantes del cartón y el asbesto, los sin tierra. Los metrosexuales, los transexuales, los sin sexo. Los salvatruchas y las bandas. El terrorista electrónico y el niño-bomba. Orestes, Ifigenia y Electra en la playa de Táuride, contemplan el aparato de la noche. La nostalgia de lo que perdieron, de lo que no supieron, de lo que no entendieron, de lo que no les tocó o les tocará los consume.

La Máquina de Teatro y Quiatora Monorriel desarticulan lo lineal, lo previsible, lo automático, no hay continuidad ni lógica, no hay personajes, hay personas, no hay situaciones ni objetivos, hay un estar ahí con la conciencia, con el tiempo, con la palabra, con el cuerpo. Hay el movimiento que nos lleva al drama y hay un texto que nos aprehende en lo real de la metáfora.

La cervical y el delirio de la articulación, el tendón y el muslo.
La consonante esquiva y el suspiro, el golpe y el sonido.
El ojo que lo mira. Lo humano, el escenario.


Juliana Faesler

¿Qué oyes Orestes?